CARACOLES
Como muchas mañanas
abrí la puerta de mi casa y salí apresuradamente. Una suave brisa se coló a
través de mi chaleco, penetrando en mi piel. Me apresuré para bajar corriendo
las escalinatas que me separaban de la reja y la calle. Nada especial habría
tenido ese repetido itinerario, sino hubiese sido por el sonido inequívoco,
crocante y pegajoso que alcanzó a mis oídos.
Miré al suelo
aterrada y observé como un gelatinoso cuerpo luchaba por salir bajo la suela de
mi zapato y como fragmentos de concha quedaban dispersos y molidos en el tercer
escalón de mi circuito. La sola presencia del molusco me daba asco, pero la
visión de su espiral triturado y su carne reventada provocaron en mi estómago
intolerables naúseas.
Miré al cielo como
para borrar tan fatídica pesadilla, y me pregunté si acaso esto podría
sucederle a las personas ricas y famosas que aparecen en las revistas; o si en
este simple acto nos congregábamos todos como seres idénticos, sin
distinciones. Mal que mal –pensé-
todos tenemos en común dormir, comer y evacuar.
Respiré hondo y
traté de limpiar mi mocasín en el canto de un peldaño. El “cric-crac” siguió
por un par de segundos hasta detenerse. Ls adherencias quedaron dispersas en el
cemento, mientras que el jugo gris fue absorvido rápidamente por la sequedad
del material.
Miré de soslayo la
suela de mi zapato y pude observar como aún una antena de caracol reptaba hacia
mi media. El pánico se apoderó de mí. ¡Era posible que esto sucediera! En algún
libro había leído que las lagartijas y las culebras podrían partirse en dos y
seguir viviendo por segundos, minutos o quizás días. Incluso algunas tenían el
poder de regenerarse.
Agité mi pie con
todo la fuerza que pude, soltando la cartera que cayó en medio del pasto. El
movimiento brusco hizo girar mi cuerpo con tal rapidez que perdí el equilibrio
y me desplomé pesadamente sobre los helechos. Mi rostro se hundió entre las
hojas, cerca de las raíces y pude oler la tierra mojada, mohosa.
Allí como batallón
camuflado aguardaban ellos, diez, veinte. Quizás cientos de caracoles. Nunca lo
supe. Algunos enrrollados en sus laberintos, planeando esta venganza desde tiempos milenarios. Sus cuerpos
albinos, sus ojos ciegos, acechando en la oscuridad.
Esperando pacientes
el día que pusieran término a cientos de años de opresión. De cuando los seres
humanos (así los llamaban) caminaban con descuido, reventando generaciones tras
generaciones. Con la prepotencia de quienes detentaban el poder.
Su revolución
comenzó en silencio. Vaciaron sus cuencas y rasgaron sus carnes. Hundieron sus
facuces, en ella, por fin, triunfalmente.